FRANCISCO CAFFARO A CLARIN – «Nací en Trebolense»

El pivote oriundo de Piamonte, Francisco Caffaro es parte de la prestigiosa Universidad de Virginia -último campeón- y se enganchó con el deporte cuando le regalaron zapatillas.

«Yo no quería saber nada. Quería andar todo el día por el campo». En Piamonte, Santa Fe, a apenas 20 kilómetros del límite con Córdoba, lo que más disfrutaba Francisco Cáffaro los 13 años era la vida en la naturaleza. Trepar a los árboles -una habilidad particular debido a su gran altura-, corretear por los pastizales, descubrir animales y levantar polvo a su paso. Lejos de cementos, sin saber qué eran los parquets. Su hermano mayor, Agustín, ya despuntaba el vicio del básquetbol y hasta se trasladaba a jugar a la vecina localidad de San Jorge, pero para él eso no tenía mucho sentido.

«Mi hermano siempre me quería meter a jugar, pero a mí no me interesaba. Lo que a mí me encantaba era ir al campo con mi viejo. De hecho, siempre pensaba y tenía la idea de trabajar ahí. Era un indio: estaba todo el día en la calle, cazando pájaros con la gomera. Era de esos chicos», le dice Fran a Clarín. Lo cuenta riéndose desde el gimnasio de la prestigiosísima Universidad de Virginia, el último campeón universitario de la NCAA, al terminar un entrenamiento vespertino.

Evidentemente, corrió mucha agua debajo del puente en apenas seis años y aquel deporte que no lograba cautivarlo hoy es parte esencial de su vida, lo llevó a Estados Unidos y lo tiene en el radar de la Selección Nacional, ya que Sergio Hernández lo convocó en 2017 para entrenarse con la Mayor.

Lo curioso es que todo comenzó gracias a un obsequio. La insistencia de Agustín, subcampeón mundial, hizo que Francisco aceptara a regañadientes que lo anotase en un Plan Altura, el reclutamiento de chicos de gran talla que realiza de la Confederación Argentina en busca de potenciales talentos. «Vos vas a tener que ir», le dijo sin más vueltas.

Trebolense, su catapulta

El deporte no surtió efecto. El convencimiento llegó por otro lado. «La verdad que fui y no me gustó demasiado, pero me regalaron un par de zapatillas que estaban buenas y dije: ‘Me parece que voy a empezar a jugar al básquetbol un rato’. ¡Fue así, eh, realmente empecé así! Ahí decidí empezar a jugar a ver qué onda».

Para entonces, tanto Fran como el resto del clan Cáffaro, conformado por papá Claudio, mamá Sandra, Agustín y Esteban, el más chico, se habían mudado a El Trébol, otro de los parajes cercanos. En el Club Atlético Trebolense, el Cáffaro del medio empezaría a dar sus primeros pasos como jugador en 2013. Pero tampoco tenía muchas expectativas en sí mismo.

«Nunca pensé en hacer deporte ni en llegar lejos. Nací en Trebolense. No teníamos muchos recursos y simplemente trataba de hacer lo que podía y progresar», recuerda Francisco, que empezó a convencerse una vez que con apenas un año practicando recibió una convocatoria a entrenarse en el CeNARD. «Recién entonces, cuando me fue bien ahí y en un par de torneos, fue como que dije: ‘Me parece que por ahí puedo hacer algo con esto'».

Para un básquetbol argentino que históricamente ha sufrido la falta de hombres altos que marcasen la diferencia, pese a que la preponderancia de la talla se ha ido «achicando» en los últimos tiempos, el surgimiento del santafesino de 2,13 metros es un bálsamo.

Tres años bastaron para que su talento, desparramado en las categorías U15, U17 y U19, ya fuera incuestionable y lo terminaran eligiendo para uno de los proyectos de desarrollo más importantes que alguna vez haya lanzado la NBA: la Academia Global de Australia, que empezaría a funcionar en Canberra con potenciales cracks de entre 14 y 18 años.

«Ellos hacen la Academia NBA más que nada para prepararte mental y físicamente para que seas el mejor jugador y la mejor persona que puedas ser, en cualquier liga», explica Fran. Efectivamente, no hay ataduras posteriores para los chicos que asisten, aunque sí facilidades ya que entran rápidamente en el radar estadounidense.

Cáffaro recaló en la Universidad de Virginia. «Los americanos juegan distinto a todo. En Australia jugábamos un básquet FIBA más prolijo que en Argentina, con todo organizado y de una calidad impecable, pero el básquetbol de Estados Unidos sin dudas está solamente acá», asegura desde ese país.

Por un lado, ya tenía prácticamente pautado cursar su primer año en condición de «red shirt», estatus que se les da a jugadores para poder entrenarse con el equipo pero sin jugar partidos oficiales, lo que les permite adaptarse sin perder un año de elegibilidad. Esa idea, sumada a una lesión que sufrió antes del primer amistoso, terminó por darle forma a esa experiencia como «acompañante». Eso sí: el susto en aquel momento fue grande.

«Me golpearon en el cuádriceps derecho y una de las venas más importantes de la pierna, una que va cerca del hueso, se me rompió y se me empezó a llenar el músculo de sangre, porque no tenía dónde más ir -recuerda el pivote-. El dolor era increíble. Me tuvieron que operar en el momento y me hicieron un tajo bastante grande, así que estuve recuperándome más que nada del corte del músculo». Al cabo, estuvo nueve meses afuera.

Para el equipo, el primer año de Francisco fue histórico: ganaron el campeonato nacional de la NCAA con él como parte del grupo. ¿Había espacio para sensaciones encontradas, como la alegría por el éxito colectivo y la tristeza por no tener minutos? Nada más alejado de la realidad.

«Yo estaba contento por el equipo y por mí. Ser parte de eso fue increíble, por la cantidad de experiencias que sumé por ver, estar y practicar con ellos. Fue algo que no sé si me va a pasar de nuevo, ¿me entendés? Sólo un equipo de entre 300 y algo gana el campeonato. Es el sueño de cualquier pibe que nace en Estados Unidos y juega al básquet. Yo llegué acá de onda básicamente. Soy un argentino que nunca jugó college y de repente vio eso. Fue increíble», afirma con emoción al recordarlo.

Y aclara: «Me hubiese encantado jugar. No sé si me hubieran tocado cinco minutos o 30 segundos, pero seguro valía la pena. Aunque al mismo tiempo no me iba a sumar mucho basquetbolísticamente e iba a perder el año. Jugar 30 segundos o nada es lo mismo». Por eso, todos están conformes con la decisión.

En el grupo, Francisco se adaptó rápidamente y hasta se permitió bromear desde su llegada. Fanatizado con la serie Prison Break, le robó el latiguillo a Sucre, uno de los personajes de la tira, que suele referirse a otros como «papi», y comenzó a llamar así a sus compañeros, lo que le terminó valiendo que estos le pongan a él ese apodo.

En su primera temporada, lleva jugados 15 partidos y la única vez que jugó más de 20 minutos mostró su potencial, al anotar 10 puntos, tomar 7 rebotes y meter una tapa. «Cuando me toca entrar algunos minutos, trato de aprovechar lo más que pueda. Nunca jugué college y me tengo que acostumbrar. Todo viene bien», se esperanza.

Y cierra con un dejo de sensatez, que lo muestra maduro con sus jóvenes dos décadas: «La NBA es un sueño, pero está lejos y hay que tomarlo con calma. Posiblemente tenga cuatro años más acá, así que veremos qué va pasando. Imaginate que hace unos años no pensaba en la NBA. ¡No pensaba ni en el básquet!».

La vida universitaria

En el campus de la Universidad de Virginia, los jugadores del plantel de básquetbol, sobre todo después de haberse consagrado campeones nacionales, son casi celebridades.

«Definitivamente es parecido a las películas -cuenta Cáffaro-. Si estás en el equipo, la mayoría de los estudiantes lo saben. El año pasado, que se ganó el título, durante todo el torneo fue increíble. Los chicos que más jugaban no podían entrar a algunos lugares, la gente hacía filas para sacarse fotos, no podían ni ir a clase, ir a comer… A ese punto. Todo el mundo sabe quién sos».

En aquella primera temporada, Francisco vivió en el campus, pero a partir de la segunda le dieron la posibilidad de elegir, por lo que está probando cómo es la vida afuera, ya que le consiguieron un departamento que comparte con tres compañeros, todos transitando su segundo año.

En el marco de los estudios, el pivote aprendió a sacar lo positivo de aquella lesión que lo marginó del juego. «Estar inactivo me sirvió mucho para las clases -reconoce-. Si bien cuando estaba lesionado me demandaba quizás hasta más tiempo que si no lo hubiera estado, porque tenía que encargarme de la recuperación, no debía pensar en entrenarme bien o en jugar, que es algo que definitivamente te ocupa mucho lugar en la cabeza. En ese sentido, durante ese tiempo no me preocupé por eso y me ayudó a acostumbrarme a la universidad».

Fuente: Clarín  –  Edición: El Trébol Digital

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