Creo que todos en el transcurso de la infancia, tuvimos anécdotas que marcaron parte de la vida. Parece extraño, pero la raíz de nuestra experiencia, va absorbiendo esas anécdotas para transformarlas en recuerdos, ellos permanecen gravados en el interior de la mente, nutriendo esa computadora hasta el final de los días.

Cuando crecemos, el trajín diario nos hace ir y venir tan apresurados que nunca podemos disfrutar del “tiempo”, como cuando éramos niños.

El problema es siempre el mismo, “no disponemos de él y de repente, nos damos cuenta, pero es demasiado tarde.

Esos recuerdos de la niñez, están allí, son mudos testigos donde todo era diferente, los trinos, los aromas, los colores, el olor de la tierra después del riego, los sabores, la escuela, el potrero, la casa de la abuela, los amigos, la mustia luz de las bombillas que había en las esquinas, eran soles en las noches de verano, una estrella fugaz cortando el cielo hasta desaparecer, la barra de hielo, el lechero, el club, ese club que nos veía crecer lento, experimentando cada anécdota, donde todo lo veíamos de una manera muy especial.

Década del sesenta

A los ocho años, jamás notábamos el peligro, es más, creo que era nuestro amigo, el corría, trepaba, jugaba a la par nuestra, pocas veces hacíamos caso a lo que nos recomendaban nuestros padres.

Así pasaban los días, sin apuro, por la mañana la escuela, por la tarde, después de una reparadora siesta “obligatoria” y la tarea, nos dirigíamos a jugar el Club Trebolense, era casi una obsesión. Pelota de goma en mano y partíamos hacia allá.

Cotidianamente volvíamos a casa con rodillas y codos pelados, pero ojo, a no quejarse ni llorar, porque encima, venia la viaba de la vieja.

Minuto a minuto era un desorden de energía, rara vez nos cansábamos, cada alcantarilla era explorada como largo túnel hasta llegar a destino, “el club”.

Demás está decir que el predio no era el que conocemos actualmente, pero para nosotros, era el mejor. Una frondosa arboleda se adueñaba del sol, apenas nos podía espiar entre sus hojas, el viento ondeaba sus copas en danza fantástica, donde los genios del aire, aquellos pájaros, parecían no dormir jamás. Predominaba una extensa hilera de aromitos, que, en plena floración, se cubrían de amarillo, eran nubes teñidas, pegadas una a la otra. Pasábamos largo rato jugando debajo de ellos, escuchando el chirriar de las cigarras, hasta que de pronto alguien decía, “plaguita”, vamos a ver si hay guayabas, nadie era remolón, corríamos hacia los guayabos que estaban a mitad del sendero que hoy separa la sede con el gimnasio, eran dos plantas a las cuales nos trepábamos como gato y allá, en alguna de sus ramas, nos sentábamos para deleitarnos saboreando el jugo agridulce de aquellos exquisitos frutos. Después, llagaba el objetivo principal, la cancha de futbol.

Estaba cercada con tejido romboidal y postes pintados de celeste y blanco, semejaba la bandera, domingo por medio se jugaba el torneo zonal. Época de Lunita, Tuerca De Giorgis, y tantos otros que traspiraron la celeste y blanca de corazón.

Por allá cuidando el predio y cortando yuyos, estaba don Pedro Mondino, nos acercábamos y decíamos en grupo, “Buenas tardes don Pedro ¿podemos entrar a jugar un ratito en la cancha?”.

Nos quedaba mirando serio unos segundos, luego, sin sonrisa alguna, decía, “a muchachitos, ustedes me van a hacer echar a la mier… bueno, bueno un ratito y después se van.

El picadito se armaba enseguida, con la de goma rayada roja y blanca, las vendía don Veronese, te acordas? En ese momento, éramos el equipo de primera, desde luego, siempre era un sueño, nunca fue posible hacerlo. Pero eso sí, el verde de la gramilla quedaba como sello en los cortos y “pata flacas”.

Más o menos a la media hora, se escuchaba, vamos, vamos muchachitos, es hora de ir a casa, se hace tarde y yo tengo que cerrar, decía don pedro. Sabíamos que era mentira, pero para que al otro día nos dejase entrar, siempre hacíamos caso.

Por ese día nos conformábamos, habíamos jugado demasiado. Totalmente despreocupados y con el sol buscando refugio, emprendíamos el regreso a casa.

– Hasta mañana don pedro.
– Hasta mañana muchachitos.

La vuelta a casa, era lo más lenta posible, con la firmeza de que el día siguiente, si no llovía, estaríamos allí nuevamente, volvíamos a esa rutina que nos hacía muy felices.

El paso de los años hizo que cada uno eligiera su senda, a veces pienso que nos conformábamos con muy poco, pero era lo que había y Trebolense formaba parte de nuestras vidas.

Ah!! Me olvidaba, jamás volví a ver tantos aromitos juntos, ni deleitarme con el fruto de aquellos guayabos.

Por eso hoy, el escuchar los argumentos que giran alrededor de algunos padres y niños, donde todo está basado en la tecnología, estoy cada vez más convencido que estamos perdiendo la ética para que ellos sean realmente felices. Tal vez eso, me lleva a no olvidarme de continuar mi vida con alma de niño, con esperanza, con felicidad y esa abrumadora sensación, de que todo lo que hice, valió la pena y lo volvería hacer.

Creo que si aprendiésemos a dejar correr, alejándonos un poco del sistema, podríamos nuevamente ver las cosas de otra manera.

El tiempo, es el recurso natural gratuito más importante que nos brinda el universo, por eso, nunca dejes que otros te lo posean, haz tu propio tiempo, que tus hijos tengan el suyo, entonces, notarás que todo comenzará a cambiar.

por Ricardo h. Desumvila